lunes, 18 de diciembre de 2006

A QUIEN MADRUGA, DIOS LE AYUDA

Esta mañana a eso de las ocho y media, yo hibernaba plácidamente en mi cama, envuelto en una reconfortante crisálida formada por la sábana bajera de mi colchón y el edredón con su correspondiente funda nórdica made in IKEA modelo Tanja Brodyr para cama de matrimonio en color ocre. Hacía como dos horas que se suponía tenía que estar currando en mi trabajo de por la mañana, que consiste en supervisar a promotores repartidos por diversos puntos de Madrid Capital y que promocionan una conocida publicación gratuíta. Como el último despertador me lo cargué al golpearlo literal y repetidamente contra el suelo en un arrebato de furia mañanera, desde hace meses me despierto con las alarmas de mi móvil, al que suelo tratar con más cuidado que a ese infernal primo suyo digital, que me observa por las noches con esos números rojos y brillantes como sedientos de sangre.

Llego de mi otro trabajo, el que me da de comer, a las dos de la madrugada. Me preparo algo para zampar, me pego una ducha reparadora, veo algo de telebasura., Me rayo con la palurda de turno que ofrece 500 € a quien llame y sepa decir de qué color era el caballo blanco de Santiago; apago todas las luces que me he ido dejando encendidas desde que llegué, me despeloto y me meto en la camita, donde termino pajeándome viendo una porno en el portátil, pensando en la presentadora del teletienda, imaginándome que le chupo el coño a Laura, una desequilibrada maci-zorra que me tiraba hace unos meses, acordándome de la morbosa orgía que me monté con mi amigo y dos exhuberantes profesionales en un jakuzzy el año pasado, o pensando que le hago el amor durante toda la noche a una mujer a la que amo más que a mi vida y a la que luego abrazaré hasta que se duerma entre mis brazos.

Tres horas después vuelvo a despegar el ojo con la melodía con la que el móvil me da los buenos días.

La de hoy ha sido una de esas mañanas en las que inexplicablemente no tengo recuerdo de haber apagado ninguna de las cinco alarmas que puse anoche, pese a que me he despertado con el aparato en la mano. El teléfono, quiero decir.

Afortunadamente en días como hoy, aún consigo apañármelas para que mis jefes crean que he estado currando religiosamente desde las seis en punto, como de hecho acostumbro. En breve empezaré a recibir las llamadas tocapelotas del psicótico de mi jefe en pleno brote esquizoide con manía persecutoria que le lleva a desear intensamente la desgracia y el despido de aquellos de mis chavales a los que ha visto con las manos en los bolsillos pese a los sabañones que les salen por el frío, o por hablar un poco con sus compañeros, lo que a juzgar por la sádica reacción del parana de mi jefe, debe arruinar la imagen de la empresa.

Por cierto, nota para ese puto desgraciado: espero poder sacarte todo el dinero que necesito y mandarte a tomar por culo pronto, no sin antes dejarte en evidencia delante del resto de compañeros a los que tan mal acostumbrados tienes a tus comentarios irónicos y malintencionados. Gilipollas, que eres un gilipollas.

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