martes, 26 de diciembre de 2006

6:00 am

Tengo sueño, estoy muy cansado, duermo poco y mi cuerpo se resiente. Intento escaquearme por las mañanas todo lo que puedo, pero parece que nunca durmiera lo suficiente. Me subo al metro, o al bus, cierro involuntariamente los ojos, y mi cabeza comienza un hipnótico movimiento oscilante, mientras me tambaleo entre la consciencia y el sueño. Mi mente echa a volar y mezcla elementos de la realidad entre sí como si fuera un caleidoscopio. Después de un rato de sopor mi mente se reviste con un mosaico de colores, caras, imágenes y sonidos ficticios, aunque yo intento salir de ahí, pero no consigo hacerme con el control de mi cuerpo.

Un par de baches en la carretera hacen que todos volemos momentaneamente dos o tres centímetros por encima del asiento. Aprovecho el sobresalto y abro los ojos de golpe como si me fuera necesario utilizar el impulso y la inercia para levantar unos párpados que ahora me pesan como toneladas. Me siento como un pequeño hombrecillo sumergido en aguas profundas y oscuras que sale violentamente a la superficie y se agarra a lo primero que pilla para no volver a hundirse. Me aferro a ese fugaz instante como a una gruesa rama con la esperanza de que me ayude a salir de las arenas movedizas. Los ojos me arden como si salieran de ellos dos enormes llamaradas.

El día comienza.

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